EL DISCRETO Y OSCURO CINE DE LUIS BUÑUEL




“Hay más orden y cordura en una película de Buñuel” reclama el señor Burns a sus empleados de la fábrica nuclear, encabezados por Homero Simpson, que en un simulacro de incendios salieron despavoridos, destruyendo el edificio a su paso. Esto es solo un pequeño reconocimiento de una de las series más icónicas de la televisión, a la fama e impronta del cine de Luis Buñuel, un cineasta que nació en la provincia de Aragón, España, en un muy lejano 1900.
Sin embargo, mi primer acercamiento a Buñuel fue tardío. Sabía de la existencia  del artista español pues en libros, revistas y programas de cine su mención era recurrente. Pero nunca había visto alguna de sus películas de manera completa. Hasta que en la universidad asistí a la exhibición de Un perro andaluz (1929), en esos ciclos organizados por estudiantes, con cintas de vhs muy usada y un salón abarrotado de estudiantes. Vi el corto de solo 17 minutos, que pese a la calidad de la presentación y los más de cincuenta años de distancia, la fuerza de sus imágenes parecía intacta. Un conjunto visual que desechaba la lógica consciente, exhibiendo escenas que mezclaban violencia, sexo, religión y animales, motivos que se reiterarían durante su dilatada carrera. Un espectáculo, no obstante, que poseía un velado encanto. De todo ese caudal de impresiones surrealistas, la escena de la navaja cortando el ojo debe estar entre lo más perturbador creado por el cine.
Después de ver ese impactante corto, comencé una búsqueda que ha durado años, de películas, artículos y libros relacionados con el gran maestro aragonés. De esta manera, descubrí un universo fílmico fascinante e inclasificable, pero personal, muy personal.
Es que el cine del director español, que comenzó su carrera adhiriendo al grupo de artistas surrealistas, amigo de Breton, Dalí, García Lorca, entre otros, se mantuvo activo por casi 5 décadas y si bien esa energía con que apareció en la década de los 20, se fue morigerando con el paso del tiempo, jamás dejó de ser un artista provocador e imaginativo.
Luego de Un perro andaluz, creó otra brillante obra surrealista La edad de oro (1930), que vino a reafirmar sus lineamientos estéticos. En su siguiente trabajo,  mostró su otra gran faceta, su compromiso político. En efecto, Las Hurdes (Tierra sin pan) (1933), describe las desoladoras condiciones de vida en esa región española. A la sazón, España tenía grandes convulsiones sociales y políticas que desembocaron en una sangrienta guerra civil. El director tomó partido por el bando republicano y sufrió las consecuencias.
Derrotada La República española, el director salió de su tierra natal, peregrinando por Francia y Estados Unidos, para terminar como refugiado político en México. En el norteño país, se unió a una industria cinematográfica muy sólida que estaba en su esplendor. Se adaptó a las formas cinematográficas imperantes y comenzó una carrera donde hizo la mayor parte de su trabajo. En los filmes de su etapa mexicana encontramos dramas, melodramas, comedias, adaptaciones literarias y otros trabajos difíciles de catalogar. Al ver sus películas mexicanas, tengo una sensación extraña: los actores, los decorados, la ambientación, las tramas, todo se ve y se siente mexicano, no obstante, el resultado es elusivo, otro. Lo transgresor de sus imágenes es sutil, pero da otra dimensión a lo que se hacía en ese tiempo en la capital federal: gotas de sangre al rostro de un personaje, una figura de Cristo subiendo a la locomoción colectiva en la madrugada, un hombre que parece enamorarse de una muñeca, un niño arrojando un huevo directo al lente, son solo algunos ejemplos. Entre sus múltiples títulos están Susana (1951), Una mujer sin amor (1952), El bruto (1952), Abismos de pasión (1952), Él (1953), La ilusión viaja en tranvía (1954), El río y la muerte (1954), Ensayo de un crimen (1955), todas hechas en un corto período de años, que dan cuenta de su lucidez.
Aunque de esta etapa, sin duda, lo que brilla con luces propias es Los olvidados (1950). La cinta al momento de ser estrenada, causó un gran revuelvo, siendo atacada por los sectores más nacionalistas a los que no les gustó el retrato social que hizo de la capital. Con el correr de los años, la película se transformó en un referente cinematográfico mundial y se convirtió en el 2003 en Patrimonio Audiovisual de la Humanidad. En plena edad dorada del cine mexicano, cuando brillaban las películas de charros cantantes, Buñuel muestra con un realismo cercano al documental, el drama de unos niños adolescentes que viven en la miseria de Ciudad de México y que realizan diferentes actos delictuales para sobrevivir. La historia se centra  en El Jaibo y Pedro, que asesinan a uno de sus amigos y realizan un pacto de silencio para cubrir el crimen. Las duras imágenes de la marginalidad, aún asombran. Pero lo grande de la película, no es solo la crítica social evidente. En las realizaciones del artista español, lo que se insinúa, lo que está detrás de esa puerta que se cierra al espectador, está el alma de su arte: el secreto de lo sublime y lo siniestro. En esas familias marginales no solo hay privaciones, sino que además palpita el deseo sin ataduras. Dentro de las múltiples escenas que quedan en la retina, están la relación incestuosa que se esboza entre Pedro y su madre, las acciones de un ciego malvado, un niño que es abandonado por su padre en un mercado, una madre que rechaza a su hijo, aves que perturban el sueño del protagonista, el cuerpo de un niño arrojado a un basural y un abismo que sume a todos los protagonistas en un mundo sin escape posible.
Hacia 1956, Buñuel volvió a Europa, especialmente a Francia, y se mantuvo en actividad entre ambos continentes. De su última etapa en México, aparecen títulos extraordinarios: Nazarín (1959), El ángel exterminador (1962) y Simón del desierto (1965). En tanto, en Europa estrenaba, La muerte en este jardín (1956), Viridiana (1961), Diario de una camarera (1964). En el viejo continente, el panorama cinematográfico estaba cambiado por la irrupción de la Nouvelle Vague. Si bien él siempre se mostró reacio a las corrientes de moda, es difícil pensar que el nuevo cine no lo influyera. Ya había ocurrido en Los olvidados y los evidentes vínculos con el Neorralismo italiano. En el caso del cine que hizo en esos años, hay un claro refinamiento en las formas y los contenidos, sin dejar de lado su esencia.
Afincado definitivamente en Europa, estrena Belle de jour (1967), protagonizada por Catherine Denueve. En esta realización, el director aragonés da rienda suelta a su imaginería sadeana y el producto es una obra provocadora e inquietante. La película cuenta la historia de Séverine, mujer burguesa recién casada, que tiene problemas de frigidez y violentas fantasías sexuales. Luego de unas conversaciones con una amiga, llega a la casa de citas de Anaïs,  un prostíbulo. Con el apodo de Belle de jour, comienza a trabajar dando rienda suelta a sus deseos reprimidos. Así conoce a Marcel delincuente que cambiará su vida. Lo llamativo de esta cinta es que Buñuel vuelve de lleno al mundo de los sueños, lo que permite explorar el inconsciente femenino. Dividida entre su aburrida vida burguesa y su nueva actividad en el burdel,  Belle se pierde entre sus delirios y la realidad. La película arranca con unas imágenes donde la protagonista es latigada, dejando en claro las aviesas intenciones del director. De este modo, desfilan ante nosotros, el deseo y sus prácticas, la vigilia y el sueño, la libertad y la sumisión, haciendo del film una experiencia única. De sus imágenes, una inolvidable escena donde Séverine, trabajando para madame Anaïs, recibe de regalo de un cliente agradecido por sus servicios, una pequeña caja. Ella la abre y queda maravillada con el contenido. Como espectadores jamás sabremos lo que contiene la caja.  
Sus últimas cintas siguieron por el camino de transgredir los valores burgueses, la religión y  la realidad: La vía láctea (1969), Tristana (1970), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974) y Ese oscuro objeto del deseo (1977). Este último trabajo se transformó en su testamento fílmico, pues nunca más volvería a trabajar. Se despidió con una gran película, que pese a su avanzada edad, su espíritu subversivo y mordaz aparecen de manera espléndida. La cinta narra el amour fou de un hombre mayor, Mathieu, interpretado por un gran Fernando Rey, enamorado perdidamente de una muchacha, Conchita (interpretada por Carole Bouquet y Ángela Molina). La historia la conocemos por boca del mismo Mathieu, quien la narra a un grupo de pasajeros, con el que viaja en tren. Su relato se centra en el amor instantáneo que sintió por Conchita apenas la vio. De ahí viene un proceso de cortejo, donde ella juega con sus intenciones amorosas, a través de pequeñas humillaciones, en una relación de dominado/dominadora, que llega hasta la degradación absoluta. Hay un evidente juego en el personaje de Conchita, encarnada por dos actrices distintas, y el nombre en sí, “Conchita – Encarnación”, aludiendo al misterio pagano y cristiano a la vez. Ella es un personaje lujurioso y virginal, insinuándose descaradamente y recatándose en los momentos más inoportunos. Junto al relato principal, aparecen en la película unos atentados terroristas, robos y asesinatos, que la cinta no se toma la molestia de explicar. Además, un saco de arpillera que diversos personajes cargan, sin aparente significado, y que Mathieu acarrea en un momento y que nunca sabemos qué contiene. Hasta el final hay cosas que se le niegan al espectador. En definitiva, no somos tan distintos a Mathieu, a quien se le niega constantemente Conchita, el objeto de su deseo. Aparentemente, Buñuel durante toda su carrera, ha jugado con las expectativas del espectador, demostrando que el cine no es solo la capacidad de exhibir, sino que también esconder y eludir. En el misterio anida la magia.  
Al final, es otra la realidad que le interesa al director español. Está en el deseo, en Sade, en el fetichismo, en el incesto, en lo onírico, en lo edípico, en lo que la sociedad tiende a esconder. Lo que es negado. Algunas veces, el cine de Luis Buñuel descorre un poco el velo,  para que entreveamos esa otra realidad, lo que nos horroriza y fascina. Y algunas veces oculta, porque no estamos preparados.

                                                                                                          Cristian Uribe Moreno

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