LA (IM)PERCEPTIBLE PERVERSIDAD DE CLAUDE CHABROL
Hacia el final de Parásitos (2019)
de Bong Joon-ho (nuevamente un final), emerge una furia, una furia contenida,
al parecer, por años de malos tratos, sumisión y marginación. Esa cólera
desenfrenada se puede conectar directamente
con el proceder con que actúan las protagonistas de una obra maestra de
Claude Chabrol, La ceremonia (1995).
Allí, la pulsión desatada de Sandrine Bonnaire e Isabelle Huppert toma por
sorpresa al espectador poco habituado. No obstante, los seguidores del cineasta
francés, ya habían leído alguno de los signos que la película iba dejando y la
tragedia se palpaba en el ambiente.
En el caso de Parásitos, la
narración presenta distintos giros antes de llegar al final. Nuevamente Bong
Joon-ho es bastante ecléctico en su relato pues pasa por varios géneros:
comedia, drama, terror, etc. Por ejemplo, de una comedia con
tintes sociales que se vislumbra en algún momento, pasa a un drama psicológico y oscuro, al mejor estilo de El sirviente de Joseph Losey (obra comentada lucidamente en este blog por Astrid Donoso). Sin embargo, cuando surgen
detalles (¡El olor, el olor!, diría Kurtz), entramos en una dimensión que el
relato no define y que el espectador solo puede intuir, la sombra de Chabrol ha
emergido, la pesadilla ha comenzado.
Y es que en las buenas películas de Chabrol (tiene demasiadas películas y
en algunos casos unas muy discretas), como El
carnicero (1970), La bestia debe
morir (1974), Lazos de sangre
(1978), El grito de la lechuza
(1987), Un asunto de mujeres (1988),
El infierno (1991), Gracias por el chocolate (1998), la
historia principal, la narrada efectivamente, corre en forma paralela, con la
otra “historia”, la que no nos es contada, la que los personajes se esfuerzan
en esconder, porque es demasiado horrible. En esto, el cine de Chabrol va dejando
huellas con el propósito de que el espectador u otro personaje vislumbren el
infierno que cargan algunos de ellos.
Para este fin, el detalle es fundamental: un encendedor, un lazo para atar un
libro, un espejo, un caja de fósforos, una taza de chocolate que cae (y los
obvios, cuchillos, armas, escopetas), son los rastros que nos abren una puerta
impensada a un mundo que está en lo profundo y que en cualquier momento puede
manifestarse. Y este secreto no revelado se suele esconder en esas familias
burguesas de la provincia francesa, grupos encantadores, que viven en casas idílicas en medio de la campiña. El director
francés parece seguir el célebre dictum de Honoré Balzac, “detrás de cada gran
fortuna siempre hay un crimen”. O un cadáver escondido en un armario.
Cuando aparecen estas prolijidades, la imagen ya no es la misma, el relato
se comba (como dirían por ahí) y adquiere un tono retorcido. Algunas veces la
toma suele quedarse con el rostro, delatando el gesto o la mirada que sugiere
el abismo que sufren estos personajes o su ambigüedad moral. Dado que la mirada
en las películas de Chabrol, no es inocua, muchas veces quien mira (o espía),
es culpable de por sí. Al igual que las películas de Alfred Hitchcock, el ver
es un ejercicio indiscreto, digno de un voyeur, por lo que se transforma en
culpabilidad. Y en esto, tampoco se salva el espectador. Pues al descubrir un
secreto pasa al bando de los condenados: cruzando el umbral ya no hay vuelta
atrás, hacia la inocencia primaria. Y nosotros, los espectadores de entonces,
ya no somos los mismos
Claude Chabrol fue el discípulo más persistente de Alfred Hitchcock. Sobre
él, escribió un libro junto a otro gran cineasta francés, Eric Rohmer, que se
llamó simplemente “Hitchcock”. Pero a diferencia del director de los “Cuentos
Morales”, Chabrol parece que siguió los lineamientos del director británico
para crear su propio universo y su propio lenguaje. Un verdadero relevo en
tiempo y espacio.
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